“Me lo contaron mis viejos”. Memoria Popular e Historias Mineras, fue organizado por el Centro Cultural Comunitario Pabellón 83 y Revista Sururbano de Lota.
"HUELLAS INDELEBLES" Autor: Rigoberto Acosta Molinet
“Ahora para ustedes todo es fácil, no saben cuánto tuve que sufrir en mi niñez para llegar a ser lo que soy. A mi padre prácticamente no lo conocí, aunque ni siquiera era el marido de mi mamá; mis nueve hermanos mayores tenían diferentes apellidos, claro que yo no entendía la razón. Lo cierto es que a los 5 años se murió mi mamá y quedé solo en el campo (en los alrededores de Copiulemu), siendo recogido por una familia que, según ellos, eran mis tíos, aunque hasta ahora ignoro el parentesco.
Bueno, ahí tuve que empezar a trabajar. Tenía que cuidar y buscar los animales, y con frecuencia regresaba muy tarde a casa, terminada mi labor, muchas veces de noche. Y me decían “acuéstate no más porque mañana tienes que levantarte muy temprano”. Con lágrimas en los ojos me acostaba muy cansado, y con mucha hambre. Lo peor era en invierno porque ni siquiera tenía zapatos, así que a patita no más tenía que salir. Qué frío, especialmente en mis pies, mucho frío. Y mientras caminaba por el campo aun siendo oscuro, qué agradable era encontrarme con guano de animal, especialmente los más recientes, porque introducía mis pies muy helados dentro del guano, y en alguna medida podía sentir esa agradable sensación de calorcito en mis pies.
Para qué contar cuando llovía, ahí era mucho peor, porque al regreso de buscar los animales y con la ropa mojada tenía muchas veces que acostarme tal como llegaba, claro que en esas condiciones me hacían dormir en la paja. Si hubiesen visto ustedes cuando, después de un rato de estar acostado, mi cuerpo empezaba a humear. No sé cómo no me enfermaba, doy gracias a Dios, que desde ese tiempo ya me cuidaba
¿Se dan cuenta ustedes como era la vida antes? De chico había que ganarse la vida, no como ahora, los niños son muy cómodos y quieren todo regalado.”
Este relato que hacía mi padre cuando yo era niño lo contó innumerables veces, indudablemente que con muchos más detalles, y al hacerlo, sus ojos se llenaban de lágrimas, y en muchas ocasiones lloraba amargamente, y a mi me daba mucha pena.
Esto lo recuerdo con mucha claridad, puesto que cada vez que bebía era lo mismo. Le gustaba conversar mucho y acordarse de su niñez (no así de su adolescencia ni de su juventud, de lo cual nunca hablaba), y no me cabe ninguna duda que lo que él contaba era verdad, porque cada vez que lo relataba era como una réplica de lo anterior.
Eso si, jamás le escuché contar nada de esto cuando estaba sobrio, porque él era muy tímido para conversar cuando estaba “sanigüeno”. Lo que hacía sin ningún problema era leer en voz alta, especialmente las historias de la Biblia, y le gustaba que mi mamá estuviera atenta a su lectura, y ella se alegraba mucho al oírlo porque mi papá nunca fue a la escuela y con mucho orgullo comentaba que había aprendido a leer y a escribir de adulto, enseñado por una señora que él llamaba con mucho afecto “la señora Isabel “ quién por propia iniciativa (entiendo) se había hecho el compromiso de enseñarle a “este huasito” que no sabía “ni la ‘o’ por redonda”. Naturalmente que su lectura era algo defectuosa y le costaba mucho unir palabras con más de dos sílabas.
También recuerdo muy claramente cuando él afilaba los serruchos de los mineros, labor que realizaba en un banco que tenía a un costado del corredor. Aún permanece en mi mente el singular sonido de la lima al rozar los dientes del serrucho. Considerando el comentario que hacían sus amigos, al parecer era muy bueno en este oficio, lo que además le reportaba un ingreso extra, que generalmente lo usaba para comprar cigarrillos.
También le gustaba mucho contar cómo había conocido a mi mamá:
El se vino del campo a Lota, habiendo oído que en esta ciudad había trabajo; llegó lleno de sueños y esperanza. Lo primero que tuvo que hacer fue averiguar donde se alojaría, y por un dato llegó al pabellón 55 de Lota Alto, donde había una señora que daba pensión, con alojamiento incluido. Claro que el alojamiento era condicionado al turno que le asignaran en la mina, considerando que las camas no eran suficientes para todos los pensionistas, de modo que si a él le tocaba el tercer turno, debía compartir la cama con el que andaba en el primero. “Cuando yo andaba en el tercero, encontraba todavía la cama calentita al acostarme por la mañana”, comentaba graciosamente.
Lo interesante de esto era que la señora que ofrecía la pensión tenía, entre otras, una hermana que era de Arauco, que regularmente venía a Lota a vender productos del campo, y con frecuencia visitaba a su hermana del pabellón 55. Así fue como la conoció mi padre, quien pese a su timidez, de alguna forma se las arregló para conquistarla, y qué bueno que haya sido así, porque de lo contrario yo no estaría contando esto.
Ése es mi padre, entre otras cosas muy bueno para la rayuela. Nosotros vivíamos al final del pabellón 56. En la esquina había una cancha de tejos, y especialmente los días domingos éramos despertados por el ruido que producían los tejos al chocar entre sí. Obviamente no jugaban dinero sino que apostaban una o dos botellas de vino por partido, y lógicamente cuando ya el sol se ponía y se terminaba el juego, muchos de los participantes estaban muy “curados”, y entre ellos mi padre, de quien teníamos que estar pendientes mi hermano mayor y yo, para llevarle a casa (tarea que no era fácil de realizar debido a las muchas veces que se despedían).
En esas famosas “despedidas de curados” bastaba sólo una frase o una palabra para acordarse del trabajo que realizaban en la mina. Ahí sí que había que tener paciencia, pues cada uno de los participantes de la conversación era mejor que el otro en sus faenas. Estas “despedidas” en ocasiones se prolongaban por horas. Y cuantas cosas conocí de la mina sin nunca haber bajado a ella, todo esto producto de lo que ellos conversaban y discutían: que el barretero, que el apir, que el contratista, que el disparador, que el mayordomo, que lo incómodo de la jaula, que no se qué del tráfico, y que la veta, y así un sinfín de términos y situaciones que ellos conversaban.
Eso sí, mi viejo aprovechaba la ocasión para elogiar a mi mamá, de lo bien que le preparaba el manche y la charra, y que ella misma se los ponía en el guameco, y tanto la amarra como el fañamán siempre estaban impecables.
No entiendo bien la razón de por qué me acuerdo con tanta claridad de estos episodios. ¿Cuántos años tendría yo en esa época? Creo que fue entre los 6 y 9 años aproximadamente. Ahora tengo 53 años, y cada año que transcurre aprecio más y más al esforzado minero. Creo mi deber valorar el esfuerzo de estos hombres que, con mucho sacrificio, hicieron de Lota y su gente lo que ahora es. ¿Cuántos profesionales, cuántos artistas, cuántos hombres públicos han salido y siguen saliendo de esta querida ciudad? Y esto, producto de estos héroes anónimos que, pese a su falta de cultura y de oportunidades, no se resignaron a su suerte, sino que lucharon sin cesar. Para que sus hijos no vivieran las mismas limitaciones que ellos.
Volviendo a mi padre, cada vez que había pago teníamos que estar pendientes de sus planes, porque “en una de ésas” se juntaba con algún amigo en la oficina de pago, y se las encumbraban para Lota Bajo. Ahí sí que era peligroso, no lo digo por si hubiera delincuencia o algo así, si no que llegando a Lota bajo se entusiasmaban y se ponían a tomar y a gastar la plata que era para la comida, aparte de que había que salir a buscarlo, tarea que realizábamos con mi hermano mayor. Tal era esta rutina que mi padre se jactaba de ello, que incluso apostaba con sus amigos que sus hijos le irían a buscar. Para qué mencionar ese día que no pudimos encontrarlo, puesto que en Lota Bajo se paseaban de bodega en bodega, y por mucho empeño que le pusimos, no pudimos ubicarlo, y el había apostado. Cansado de esperar que sus hijos llegaran a buscarlo, fue llevado por sus amigos hasta la casa, y llegó gritando y retando a mi mamá que “no se preocupaban de él” y que había perdido una apuesta.
Si algo me agradaba era cuando en algunas ocasiones en que lo buscábamos en las bodegas, él me tomaba y me subía arriba de una pipa (de esas grandes que contenían vino) y me hacía cantar. Yo no tenía vergüenza en hacerlo, y cuando terminaba de cantar la primera canción (que siempre era la misma, “Cantarito de greda”), él daba la iniciativa dándome una moneda, lo que sus amigos imitaban.
En honor a la verdad, nunca tuve buena voz, pero creo que en esos tiempos los niños éramos muy tímidos, y más que nada valoraban el atrevimiento de hacerlo. Cuando regresábamos a casa, yo iba muy feliz, con algunas monedas en mis bolsillos, las que generalmente me servían para comprar útiles escolares.
Ésta es brevemente la historia de mi viejo, un minero lotino cien por ciento, que aunque no fue un padre muy preocupado de sus hijos (pues las preocupaciones se las dejaba a mi mamá), pudo de algún modo inculcarnos que “el hombre sin estudio no valía nada”, lo que en alguna medida influyó a que algunos de sus hijos sacáramos por lo menos la enseñanza media. En la actualidad hay algunos nietos profesionales y otros caminando hacia allá
Me parece oportuno decir que mi padre entendió por fin que el beber no le ayudaba en nada, muy por el contrario, mucho le perjudicó, y puedo decir con satisfacción que hace aproximadamente 15 años que dejó de beber.
Al momento de este relato, mi viejo tiene 88 años. Aquejado de un problema en la cadera, pasa la mayor parte del tiempo postrado en cama, al buen cuidado de su hija mayor. Pese a que está un poco sordo, su mente permanece lúcida y llena de recuerdos.
Rigoberto Acosta Molinet
Lota, abril de 2007.-